Extracto del octavo relato del libro "Mentes perversas" publicado por Mira Editores:
"A Hugo Clarillas le fascinaban los cómics. Subía al autobús cargado de bolsas transparentes, desde las que se adivinaban decenas de títulos de lo más atractivos: El vengador de fuego, La espada maldita, El hombre cuervo, Asesinos sin rostro… Cuando lograba sentarse introducía sus manos nerviosas en la bolsa y seleccionaba un ejemplar todavía virgen. Rasgaba con dulzura el himen de plástico antes de leer las primeras páginas y contemplar las viñetas iniciales a todo color. Entonces echaba la cabeza hacia atrás unos segundos y se relajaba para perpetuar los dibujos en su memoria. Tenía <> y su tío, que era un chistoso, decía que ese invierno Hugo perdería sus últimos pelos de tonto. Sin embargo, el devorador de cómics contemplaba las recién adquiridas joyas impresas con la mirada inquieta e imberbe, semejante a la de un niño de ochenta kilos al que Saturno había despreciado. Tenía el pelo introvertido alrededor de una calva desprotegida, como un cerro en el claro de un bosque negro.
Pese a su edad continuaba imaginando mundos fantásticos, donde viajaba convertido en cualquiera de sus héroes favoritos, con el traje azul, negro, rojo o púrpura ceñido al cuerpo morcillón, volando como un cochinillo con alas.
Su lectura se vio interrumpida con el frenazo de rigor que anunciaba la parada cercana a su casa. Allí se apeó junto a un rebaño de ancianos, y todos se precipitaron calle abajo, como un río desbordado en primavera hasta los confines del casco viejo de su ciudad. Allí, Hugo Clarillas pagaba el alquiler de un piso que no se venía abajo porque quizás la atmósfera había hecho una excepción. Era una estructura arcaica en cuyas paredes apergaminadas Bécquer podría haber escrito sus cartas amorosas durante la adolescencia. Las ventanas de algunos pisos deshabitados habían sido cegadas y el portal tenía un armazón de hierro oxidado como el de los buques hundidos en Pearl Harbour. Sin duda era el lugar idóneo para un soltero que no desea escuchar las críticas de sus vecinos. El único habitante de la casa además de Hugo era una anciana llamada Clara, la cual estaba medio sorda y él disfrutaba con preguntarle por Heidi cada vez que se topaba con ella en el rellano."
"A Hugo Clarillas le fascinaban los cómics. Subía al autobús cargado de bolsas transparentes, desde las que se adivinaban decenas de títulos de lo más atractivos: El vengador de fuego, La espada maldita, El hombre cuervo, Asesinos sin rostro… Cuando lograba sentarse introducía sus manos nerviosas en la bolsa y seleccionaba un ejemplar todavía virgen. Rasgaba con dulzura el himen de plástico antes de leer las primeras páginas y contemplar las viñetas iniciales a todo color. Entonces echaba la cabeza hacia atrás unos segundos y se relajaba para perpetuar los dibujos en su memoria. Tenía <
Pese a su edad continuaba imaginando mundos fantásticos, donde viajaba convertido en cualquiera de sus héroes favoritos, con el traje azul, negro, rojo o púrpura ceñido al cuerpo morcillón, volando como un cochinillo con alas.
Su lectura se vio interrumpida con el frenazo de rigor que anunciaba la parada cercana a su casa. Allí se apeó junto a un rebaño de ancianos, y todos se precipitaron calle abajo, como un río desbordado en primavera hasta los confines del casco viejo de su ciudad. Allí, Hugo Clarillas pagaba el alquiler de un piso que no se venía abajo porque quizás la atmósfera había hecho una excepción. Era una estructura arcaica en cuyas paredes apergaminadas Bécquer podría haber escrito sus cartas amorosas durante la adolescencia. Las ventanas de algunos pisos deshabitados habían sido cegadas y el portal tenía un armazón de hierro oxidado como el de los buques hundidos en Pearl Harbour. Sin duda era el lugar idóneo para un soltero que no desea escuchar las críticas de sus vecinos. El único habitante de la casa además de Hugo era una anciana llamada Clara, la cual estaba medio sorda y él disfrutaba con preguntarle por Heidi cada vez que se topaba con ella en el rellano."
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