Descubierto el poemario
Dibujo de la muerte (1967) de Guillermo Carnero (tras tener de él varias referencias), pongo aquí su excelente poema inicial
Ávila.
ÁvilaEn Ávila la piedra tiene cincelados pequeños corazones de nácar
y pájaros de ojos vacíos, como si hubiera sido el hierro martilleado por Fancelli
buril de pluma, y no corre por sus heridas ni ha corrido nunca la sangre,
lo mismo que de los cuellos tronchados sólo brota el mismo mármol que se entrelaza al borde de los dedos
en un contenido despliegue de pétalos y ramas,
en delgados cráneos casi transparentes en la penumbra de las bóvedas
que conservan la ligera sombra azul de los ojos yertos en las raíces de la lluvia,
la morbidez, las redondas mejillas de los niños nacidos al mármol para la muerte,
los senos vagamente estériles de las Parcas diluidas en rígidos ramos de volutas y frutos,
el doloroso latir de las irisadas tibias sobre los cojincillos de mármol, ondulados
para ofrecer un reposo caliente y amortiguar la delgadez helada
de esa mano de ámbar que acaricia con el pausado ritmo de la lluvia
la cabeza de un perro también muerto en la piedra,
muerto en la piedra junto a unos dedos y un cuerpo demasiado hermosos para haber vivido,
muerto en la piedra mientras se escucha brotar hacia la tumba
toda una inmensa vegetación de alas.
Luego, por la ciudad, tiene la noche
un lejano horizonte de olivos y acaso alguna ermita
entre las llamas de color de cardo que suben hasta las figurillas
de bronce de las fuentes,
los jirones de almenas lamiendo entre la noche
el torturado brazo de las norias,
los jirones de almenas ardiendo como un turbio
arroyo, entre el helado crepitar de las fuentes,
entre el resbaladizo gotear, en el aire
de la estepa, del sordo sonido de los siglos.
A pesar de la noche, es imposible
reconstruir su muerte.
Ir ensamblando antiguos inciensos y sudarios,
medallones, y viene hasta mí el golpeteo
de un caballo en los lisos espejos de la noche,
es imposible, nadie sabrá, ni esas raíces
ni esas pequeñas uvas de humedad y salitre
ni ese tenue azabache como el salto de un pájaro
que al trasluz se desliza, en los atardeceres,
al fondo de la carne de los ángeles muertos en el mármol.
Hay algún bar abierto en donde suena un disco.
Es tan vasto tu reino que no puede llenarte,
pero yo sé que nada hay de ti en tus libros,
en tus palabras, nada puede saberse, nada
puedes mostrar.
También tú has recibido la oscura herencia de un inmenso dominio inaccesible
que no tiene ni principio ni fin ni esperanza en el tiempo.
Pero hoy algo renace en las pequeñas flores de óxido de las órbitas vacías,
levanta por entre los hacinamientos de escorias ecos y presencias de pájaros,
transcurre con un ligero temblor de alas por los delgados caminos de la sangre, despierta
amortiguadas voces al fondo de los cuerpos, inicia
los ahogados latidos de los fríos corazones de hierro.
Por eso, entre el inmenso latido de la noche.
Elevado entre un rumor de vides húmedas, es triste
no tener ni siquiera un puñado de palabras, un débil
recuerdo tibio para aquí, en la noche,
imaginar que algún día podremos
inventarnos, que al fin hemos vivido.